¿Empezamos?

Guerras, miedo y mercados: qué hacer cuando se altera la normalidad global

Cuando algo altera la vida normal en el mundo — una guerra; una pandémia; un atentado; un resultado inesperado en un referéndum — los ojos de los ciudadanos y los titulares de los medios se vuelcan de inmediato hacia las bolsas. Los gráficos en rojo, las caídas abruptas y el lenguaje de urgencia toman el protagonismo, como si los mercados fueran un termómetro de la estabilidad global. Y, en parte, lo son. Pero también son un espejo de nuestras emociones colectivas: el miedo, la incertidumbre y la tendencia a reaccionar automáticamente ante lo desconocido.

A lo largo de las últimas décadas hemos visto cómo eventos tan distintos como los atentados del 11 de septiembre en Nueva York; el resultado inesperado del referéndum del Brexit; el confinamiento global por la pandemia de COVID-19; la invasión rusa de Ucrania o los múltiples conflictos en Oriente Medio han generado respuestas inmediatas y, en muchos casos, violentas en los mercados financieros.

Frente a la incertidumbre, muchos inversores deciden vender. El razonamiento es sencillo y emocional: si todo parece desmoronarse, mejor salir antes de que empeore. Las acciones caen en masa, a veces sin importar a qué se dedica la empresa ni en qué parte del mundo opera. La bolsa actúa como un gran sistema nervioso que reacciona a cualquier estímulo con una sacudida inicial.

Pero si analizamos con más calma el impacto real de estos eventos sobre los negocios —es decir, sobre la capacidad de las empresas para generar ingresos y beneficios—, el panorama cambia. De todos los eventos mencionados anteriormente solo la pandemia tuvo un impacto claro, directo y profundo en la actividad empresarial. Los confinamientos forzaron el cierre temporal de sectores enteros, la demanda se paralizó y los ingresos de muchas compañías se desplomaron. Afortunadamente, los estados intervinieron con medidas de estímulo, ayudas directas y políticas monetarias expansivas que aceleraron la recuperación económica, el empleo y las expectativas de beneficios futuros. Las bolsas, tras la caída inicial, reaccionaron con una recuperación histórica.

En los demás casos, sin embargo, el efecto sobre las ventas y beneficios de la mayoría de las empresas fue muy limitado o nulo. Las acciones, no obstante, sufrieron fuertes correcciones en bolsa. Esto se debe a que, en los mercados, la percepción de riesgo y la psicología colectiva pueden pesar más que la realidad económica. En muchos casos, los inversores no venden porque el negocio haya cambiado, sino porque tienen miedo de que algo pueda cambiar. Y eso genera oportunidades.

Como inversores, la clave está en diferenciar entre el miedo del mercado y el impacto real en los negocios. Ante cada evento de alto impacto —sea un conflicto bélico, una crisis política o una catástrofe— conviene hacerse una pregunta fundamental: ¿esto afecta realmente a la capacidad de las empresas en las que invierto para generar beneficios? Para responder, debemos ponernos en la piel del empresario: analizar si sus clientes van a seguir comprando, si sus operaciones se verán afectadas, si su entorno competitivo ha cambiado.

Cuando estalla un nuevo conflico bélico, los periodistas rara vez se acercan a una panadería para ver si ha cambiado el precio del pan o el número de barras que venden. Sería una historia aburrida, porque probablemente nada haya cambiado respecto al día anterior. Sin embargo, esa imagen es útil para entender cómo funcionan la mayoría de los negocios, cotizados o no: su día a día continúa inalterado, incluso si en otro punto del planeta hay una guerra. Sus clientes siguen comprando, sus empleados siguen trabajando, y su modelo de negocio sigue siendo válido.

Esto no significa que los conflictos no sean gravísimos desde el punto de vista humano, geopolítico o social. Lo son, y exponen nuestras fragilidades como sociedad global. Y, como inversores, hay motivos legítimos para preocuparse. El riesgo real aparece cuando el conflicto se expande y empieza a afectar directamente a las cadenas de suministro o a la confianza de consumidores y empresarios. En ese momento, sí hay razones para reevaluar el impacto en los negocios. Aun así, no todas las compañías se ven afectadas por igual. Por eso es esencial entender con profundidad cada modelo de negocio y distinguir entre soluciones temporales y cambios estructurales.

Pero mientras tanto, cuando los mercados caen solo por miedo, y no por un cambio estructural en las capacidades de las compañías para generar beneficios, lo que aparece no es un motivo para vender, sino una oportunidad para invertir mejor. Si hemos hecho bien los deberes —es decir, si entendemos a fondo los negocios en los que invertimos— podremos evaluar con conocimiento si el evento tiene un impacto material o no. Y si concluimos que no lo tiene, o que es temporal y manejable, las caídas pueden ser una oportunidad de compra.

En conclusión, invertir con cabeza —y no con el corazón— implica distinguir entre riesgo percibido y consecuencias reales. Las guerras, los atentados y las crisis políticas mueven los mercados, pero no siempre mueven los negocios. En esos momentos, entender lo que uno posee y por qué lo posee marca la diferencia entre reaccionar por miedo o actuar con convicción.